sábado, 17 de mayo de 2014

¿Son realmente de izquierda las religiones, grupos y minorías?

Los últimos años somos testigos de un fenómeno realmente impresionante. Todo defensor de fundamentalismos o minorías, sean estas religiosas, culturales, etc., o simples preferencias de grupo, puede asumir como bandera la autodenominación de persona de izquierda. Y, más curioso aún, como por reflejo se unen frente al enemigo común, asumen una identidad común. Ese enemigo que es, para las izquierdas desde hace por lo menos un siglo y medio, el imperialismo capitalista. Así, puede ser de izquierda un fanático musulmán, un separatista, un indigenista o cualquier otro defensor de un determinado grupo que ha escogido una cualidad común no inscrita en el ámbito hegemónico.

La izquierda, lo vuelvo a mencionar, desde sus orígenes ha compartido dos características, que precisa bien el filósofo Gustavo Bueno: racionalismo y universalismo (o racionalismo universalista). Características que, si bien están lejos de definir el término, lo matizan y pueden ayudar de manera instrumental y clasificadora a situar sus límites. Con racionalismo se quiere señalar la voluntad y capacidad de levantar teorías a partir de un esfuerzo de comprensión de la realidad (material) que nos envuelve. Y con universalismo establecerla desde un principio: que el valor de todos los humanos es el mismo. Por lo que no aspira a establecer la diferencia, sino a estructurar el destino a partir de lo que nos une (necesidades, libertad, aspiraciones, etc.).

Los fundamentalismos que hoy en día autoproclaman ser izquierda, tienen criterios diversos. No son universalistas porque erigen la diferencia, y a veces de forma sañuda, respecto de otros. Y suelen no ser racionalistas porque su doctrina se basa, en muchos casos, en doctrinas religiosas, inspiración divina, mitos y leyendas, es decir, en criterios fuera de la consideración racional, pues se esgrime una idea tan diversa de lógica y de racionalidad que pretenden elevarse a un nivel de iluminación que supuestamente los lleva a dimensiones supranaturales o supraracionales. Y en otros casos por una clara intención de algunos resentidos con la civilización occidental, generalmente descendientes genética o culturalmente de occidentales, que han revivido prácticas ancestrales tan olvidadas como convenientes, como señal manifiesta de la autenticidad de grupos culturales evidentemente disgregados, para movilizarlos; despertando virulentos afanes nacionalistas y secesionistas.

Curiosamente, la práctica política de estos grupos evidencia un criterio común de lógica y racionalidad, dejando en el papel y no en la práctica, las creencias que defienden. Ese utilitarismo barato simplemente evidencia que el saber religioso o ancestral es el trampolín de estos grupos y principalmente de sus líderes a esferas de poder desde donde los recién llegados maquillan el discurso de la bondad divina o de una especie de sentido de bienestar que supuestamente se practicaba desde tiempos remotos.
La racionalidad de la izquierda busca comprender las contradicciones de un sistema que evidentemente ha sojuzgado a pueblos, grupos y religiones. Pero no busca comprenderlas para mantener luego a esos grupos dominados bajo un sistema de creencias caprichoso y reñido con la libertad. La libertad de pensamiento no implica que, en aras de una creencia, se lapide a personas (como señalan parcialmente algunas religiones) u obligue a otros a creer, por ejemplo, que la “madre tierra” se “enoja” o “resiente” cuando sus “hijos e hijas” se portan mal (como muchos indigenismos). Erigir el equilibrio político sobre creencias particulares solo puede tener éxito temporal. Una persona de izquierda supone que la cabeza de Marx, Mariátegui o cualquier otro personaje y ser humano en general comparten cualidades intelectuales que les hacen capaces de entender más allá de la cultura particular, aquellas contradicciones y les hacer ser capaces de luchar por ámbitos de libertad comunes.

Me pregunto si muchos de los grupos que se autodenominan de izquierda lo son o simplemente tienen un enemigo circunstancial.